Días de los cuentos raros


Hace unos días terminé la lectura de este libro extraño y familiar al mismo tiempo, Cuentos de los días raros. Familiar porque la cuentística de José María Merino me resulta de una naturalidad entrañable, donde lo fantástico a veces roza el encanto de lo cotidiano, y no exenta de cierta inegenuidad a veces, pero siempre al tanto de una ternura irónica suave y profundamente humana. Merino, que gusta recorrer los vericuetos de la memoria y la fantasía, a veces los de la relación entre ambas, nos llega con sencillez al fondo de nuestra vida oculta, aquella que no respeta las normas estrictas de una lógica consabida y acordada, parámetros de nuestra existencia cotidiana. En sus resquicios aparecen esos días raros, por qué no decirlo. Como el profesor universitario experto en semántica que se enamora perdidamente de un programa de inteligencia artificial hasta el punto de esperar un aprendizaje sentimental del mismo, hasta la misteriosa casa de la felicidad que escapa furtivamente de un solar para aparecer a la mañana siguiente en otro, antes que dejarse ser derribada por el ayuntamiento, hay una infinidad de hechos y actitudes inexplicables que curiosamente explican nuestras más profundas fes, nuestras realidades esperadas, deseadas. Una alumna mía detallaba hace poco el comienzo de uno de esos días raros, en el raro lenguaje que es una segunda lengua que apenas se empieza a aprender. Despertar, uno abre los ojos, y repentinamente todo parece distinto aunque el desayuno parezca el mismo. La observación nos deja perplejos, porque es la puerta de la rareza, y asistimos como espectadores -y en esta ocasión sin aparente esfuerzo, con la admiración de quien se ve flotando ante las imágenes- de la vida ante lo insospechado. Porque un viejo con pantalones rosas a las ocho de la mañana en los jardines del campus de una universidad del centro de California resulta, cuando menos, sospechoso. Tan sutilmente, tierna e irónicamente sospechoso que resultaría ridículo avisar al FBI. Y entonces la realidad se vuelve sutilmente sospechosa y digna de contarse, de compartirse. Es lo que le lleva a Merino a su libro, para disfrute visual de sus lectores, que asisten embobados y adormecidos a las transformaciones de la realidad, si tenemos la virtud de permitirlo. Por eso también hay días de los cuentos raros, aquellos en que oyes cosas increíbles por inverosímiles, donde la casualidad se reúne en sospechosa sintonía con la causalidad en la que confiamos ciegamente.

No sé si a raíz de todo esto, he tenido, de hecho, unos días raros, en los que no sé muy bien por qué, decidí dejar de comer carne, pero decidí hacerlo progresivamente, porque el vegetarianismo radical no ha sido nunca para mí una convicción desde ningún punto de vista. Un buen día, en el desayuno (que por cierto era normal, el de siempre, con leche y cereales), pensé que quizás no me apetecía comer más animales. Y así pacté mentalmente que dejaba el pollo. No ha sido difícil, de hecho nunca me ha gustado el pollo demasiado. Al día siguiente decidí dejar de comer caracoles, que por cierto sólo los probé en una ocasión que ya ni siquiera recuerdo bien. Después, he probado a dejar las serpientes, que no recuerdo haber comido en mi vida. Y luego, los alacranes en su tinta, las ancas de rana y las hormigas. Desde luego, descubro con natural asombro una inmensa cantidad de animales que estoy decidiendo no comer, y me encuentro francamente satisfecho, ha mejorado mi ánimo y mi salud notablemente. Una amiga me dice que no es justo ni es normal lo que hago -¿o cómo lo hago?-, pero, al fin y al cabo, el Arca de Noé fue una gran nevera de abastos que yo he decidido sin razón aparente o sistemática ir respetando, una a una. ¿Un plan divino? La verdad, si puede decirse, es que yo tampoco entiendo muy bien el fondo de lo que hago, ni me importa, y díganme ustedes si ven algún error de lógica en ello; además, me siento tan bien. Hoy me he prometido respetar la carne de tigre. En fin, esto me pasa últimamente, y cuando se lo cuento a mis colegas, creo que piensan en las leyendas urbanas -tan increíblemente verosímiles-, sonríen, y me dicen, bonita historia. Podrías hacer un bonito cuento con ello, sencillo pero bonito.

Las historias, contadas desde la memoria de la experiencia, o de la imagen leída, parecen destinadas a aposentarse y repatriarse finalmente en los libros, en los soportes para sueños e imágenes de lo irreal. Y así creemos atraparlas en su sorpresa irreverente para restituir nuestros días normales, volverlas inocuas contra la norma de la realidad, como aquellas gentes del espejo conjuradas por el Emperador Amarillo. Pero deberíamos reflexionar y reconocer también que, por mucho que uno cierre un libro, la historia, el cuento raro -y quién sabe cómo, quizás transformándose-, sigue dentro, agazapado y esperando felinamente que alguien abra de nuevo esa caja de Pandora. Para que encima, vaya luego, y lo cuente.

Hoy vi una ardilla gordísima, me pregunto qué habrá comido. Y qué comeré yo hoy. En fin, ¿qué otras cosas voy a ver hoy?