Círculo primero del infierno de la modernidad. Pecado capital: la impuntualidad


Tenía tantas ganas. Tenía tanta ilusión. No sé todavía ni cómo fue que pasó. Salí por la mañana, como otras, a terminar unos asuntillos que habían quedado de la semana anterior, e incluso, todo hay que reconocerlo, del año anterior, y también de hacía algunos años atrás, pero últimamente el sentido de la emoción –desde que escuché la noticia– me había embargado tanto que me había propuesto ponerme al día con todo, por más que estuviera atrasado. Ese era mi reto, y estaba seguro de lograrlo. Y, aunque no había sido fácil, estaba a punto de conseguirlo. Las calles estaban atestadas de gente, aunque muchos deambulaban como sin un propósito definido, y no entiendo muy bien por qué, con cierta sombra en los rostros. Lo cierto es que la mayoría estaba pendiente, a su manera, del gran acontecimiento, como lo estaba yo, que mira si yo tenía unas ganas y una ilusión por no perdérmelo que sorprendía a muchos. No termino de comprender por qué algunos me llamaban últimamente loco y otros temerario, pero la verdad es que poco importa ya, ahora que todos se han ido. Pero por la mañana estábamos todos, bueno, casi todos, excepto quienes habían decidido no esperar al suceso y habían desaparecido días antes de la ciudad. Esa gente no me cae bien. No tienen buen perder. ¡Hay que tomarse las cosas con un poquito de ilusión, hombre! Que no es para tanto, pruebas más difíciles nos pondrá la vida, ay señor, líbranos de malas vibras. El caso es que yo, como unas pascuas, decidí que tras terminar los asuntillos –¡todos! ¡TO-DOS! ¡Por una vez lo tenía todo a punto en mi desorganizada y caótica vida!– aún me quedaba tiempo para festejarlo un poco, alegremente, con una meditada siesta, uno de los pocos placeres sinceros que puede darse un hombre con la conciencia tranquila y el trabajo bien hecho. Escogí además uno de los parques más tranquilos y agradables del barrio, tumbadito entre el olor a hierba fresca y bajo la sombra espectacular de un haya frondosa: siempre me asombra de que es sin duda frondosa donde las haya. Ay, aquel árbol del pecado. Suerte que me llevé lápiz y papel, donde aún ha queda algo de espacio entre los tachones de los asuntillos cumplidos, mira que después de tanto esfuerzo y ganas y tanta ilusión... Cuando me desperté no quedaba nadie. NADIE. Absolutamente nadie. Miré la hora pero el reloj se me había quedado bien pero que bien parado, y todavía no entiendo del todo por qué, lo había puesto en hora esa mañana. De todos modos, espero que jamás me vuelva a ocurrir, he decidido no usar de nuevo el reloj. Para qué. Si total, es que se me han quitado las ganas de todo, y eso con la ilusión que yo tenía, que me moría por asistir al evento más grande jamás visto o contado. Así que ahora estoy solo, escribiendo. Y sin poder contarlo. Porque no lo he visto. Qué rabia. Y tampoco he visto a nadie que me cuente cómo pasó. Más rabia todavía. Reviento de la rabia. Y seguro que fue por un minuto nada más. Me siento mal, muy mal. Espero que al menos no se me rompa la mina del lápiz, aunque ya no tengo espacio y tendré que escribirme encima. O mejor: tendré que inventarme a alguien, no es bueno que el hombre esté solo. Porque creo que he sido el único –¡ojalá no!– en perderme el gran acontecimiento: se me pasó, y por mucho que no lo entienda lo cierto es que no he llegado a tiempo para el fin del mundo. Y yo que tenía tantas ganas, y tantísima ilusión.

MetAMORfosis

"Imago Mundi. Agencias. Un vagabundo en el museo: Un hombre de edad incierta, vagabundo errante del Museo de Bellas Artes. Se desconoce las razones por las que vive en el Museo, pero desde hacía un tiempo se había convertido asiduo de una de las salas de retratos antiguos de la colección permanente. Un turista le había oído interrogarle, en algún momento antes de su traslado definitivo al Museo, si no se había fijado en la belleza a temporal de las mujeres retratadas, que para él eran todas la misma mujer. No se le conoce familia alguna, aunque parece ser que este hombre tuvo algún reciente desengaño amoroso, según se comenta en los alrededores. Como el Museo queda abierto las 24 horas del día al público, y se dedica a observaratentamente los cuadros, y se cree que duerma de pie, no hay razón por la cual las autoridades puedan desalojarlo. Para los empleados, se ha convertido en el fantasma del Museo, pero a nadie parace inquietarle dada la sonrisa beatífica que el peculiar vagabundo muestra en su rostro continuamente, como si permaneciera en un continuo estado de éxtasis contemplativo. Nada indica que varíe su estado por mucho tiempo."




Sigo pensando en ti, quién lo dijera, desde una eternidad. Te amo, bajo todos tus nombres, desde todos tus rostros, que para mí son uno y el mismo en un continuo devenir. Te conozco y reconozco, te visto y te desvisto, siempre hermosa, siempre tú, fantasma infatigable en mi memoria.

Me enamoré de ti y pensé que nunca podría conocerte, bueno, conocerte sí, porque tu rostro en el lienzo me miraba siempre que iba a buscarte. Pero yo no podía soportar que esa imagen tuya tuviese veinte siglos más que mi mirada allí presente, frente a ti. No es posible, me decía, si ahora te miro y tú me miras, estamos juntos, cómo es que dice el letrero mentiroso, siglo I, rostro anónimo romano. Tú me miras, yo te miro, en un juego sin fin. Que nadie pueda decir que nuestro amor termina, que no dura eternamente. Nuestro amor, verdaderamente, no tiene edad. Lo supe al encontrar a Platón, aquella noche lúgubre en la que quise decidir abandonarte y abandonarme, en la que entonces lo comprendí todo, las ideas, las copias, el mundo. Yo y tú, tú y yo. tú y tú. Tras la copia, la idea, claridad meridiana de la forma trasnformándose, en inifinita mirada, en amor por la amada en la amada transformada. Siglo I, siglo XI, siglo XXI, lo mismo da, ahora que el tiempo sólo existe porque lo atraviesas tú, desde la distancia, para encontrarte conmigo. Eres lo único que verdaderamente tengo. Y no voy a dejarte escapar, sencillamente porque me has atrapado y de ti no puedo salir. Vivo en el museo que es la memoria de tu rostro. Amar es ya un arte inevitable de trasnformaciones sinfines.

Te amo a través de los siglos y a través de tus rostros.

Beverley y la biblioteca

Teórico como nadie, polémico como pocos, contradictorio como ya no quedan en la Academia, el profesor Beverley dio su conferencia en la Universidad de California. California, ese esapcio semifantástico que nació de un libro, de una ficción, y que en cualquier momento, debido a la falla de San Andrés, amenaza con convertirse en una isla y separarse por fin del continente americano y de la Unión. El caso es que definiendo la política de la crítica, y haciendo crítica política, Beverley decide hablar en su charla de la biblioteca, resucitando a Borges y a ese espacio insular, aislado y conectado en sí mismo al mismo tiempo, que tanto amaba, y en el que parece haber vivido siempre, no cólo como autor sino como persona. Pero la Universidad de California, con su biblioteca inmensa, situada en un pueblo pequeño, muy pequeño, ah, le recuerda a Beverley a dicha biblioteca, pues nada más no hay nada, sólo los intelectuales de la Academia, en su isla chica, y más allá, no es que haya monstruos, es que no hay nada, como quien dice. En fin, arriegadas afirmaciones, generalidades, para querer decir que el puñado de intelectuales en realidad no saben nada del resto del mundo, ni siquiera del mundo del que dicen hablar y criticar.

Bevereley lo pagó caro, auqella tarde. En el más puro estilo, no ya de Borges, sino de Cortázar, de quien se olvidó al tratar de la política, el liberalismo de los sesenta, América Latina, fue irremisiblemente atrapado por la biblioteca, por la Universidad, por los límites de aquella pequeña isla, porque al intentar salir y abandonar aquel lugar forjado por el sueño de tantos discursos de la ciencia y de las letras, vía a la autopista, como todo buen estadounidense, descubrió que, efectivamente, no había nada, más allá. Y tuvo que frenar desesperadamente para no caer en el vacío.

Dicen que ahora se lo ve pasear al atardecer por el arboretum, tras el edificio de la biblioteca, cambiando de pensamiento cada vez que da un paso, como un Tántalo condenado a interminables años de recurrencias teóricas que, por una vez, se convirtieron en la más extrema realidad.

No se fíen de la teoría, puede llevarles a lugares insospechados.

Banksy en el museo



Al fin en la década de los 50 del siglo XXII descubrimos los restos intactos del Metropolitan Museum, una de las instituciones más reputadas de su tiempo. El Dr. Banksy llevaba décadas buscándolo, pero la dificultad de acceso a la zona debido a la larga temporada en que los cambios climáticos habían afectado a esta zona del hemisferio había retrasado su expedición. Sin embargo, la tarea se presentaba como una prioridad de nuestro programa de rescate y protección de la cultura de la humanidad previa al cataclismo general acaecido a comienzos del siglo XXI. Además, la localización no estaba clara porque una gran cantidad de documentación de carácter informático había permanecido inhábil durante decenios. Pero como señalé antes, al fin en el 2159 el Metropolitan Museum fue rescatado para la posteridad como premio al tesón del doctor Banksy. Se esperaba encontrar allí numerosas piezas intactas pertenecientes a diferentes estadios del desarrollo de la cultura occidental precataclísmica. Y efectivamente, la misión constituyó todo un éxito, puesto que el museo, que reunía ciertas condiciones de seguridad previstas e implantadas ante la inminencia del desastre que se avecinaba y con el que denodadamente se luchó casi hasta el agotamiento de la especie, estaba prácticamente completo, perfectamente conservado en todas sus colecciones. Sin duda, ha sido el gran hallazgo de los últimos años, que nos devuelve una importante parte física de nuestra memoria histórica y cultural. La combinación del hallazgo con la de algunos catálogos  descubiertos permitirá una rectalogación de las piezas y una rehistorización de la especie, que en un par de generaciones de extremas dificultades olvidó parte de su patrimonio anterior.
Las piezas están siendo estudiadas y registradas en estos meses. El Dr. Banksy, sin embargo, empecinado como nadie en llevar a cabo esta aventura, parece haber encontrado algo que le interesaba sobremanera entre una serie de piezas seleccionadas por alguna razón que todavía no ha explicado a la especie: es lo que parece una piedra prehistórica de pequeño tamaño y gran importancia: en ella el símbolo de un esquemático ser humano de la especie con lo que debió de ser el primer vehículo de tranporte de objetos conocido. Su rudimentariedad y fuerza es como un enigma que nos cautiva  a todos. Pero él mantiene de momento un silencio y un secreto sobre una pieza que se ha convertido repentinamente para esta nueva era en icono de esa antigüedad cultural de los orígenes de la especie recientemente rescatada y que repuebla de nuevo nuestro imaginario colectivo, en busca de rehacer una historia que nos ha sido arrebatada por la naturaleza en el último siglo de oscuridad y desastres atmosféricos.
Con esta imagen recuperada, renace una imagen del mundo para toda la especie.

Alfabética

De pronto descubro estos días, mientras leo Lista de locos y otros alfabetos, un alucinante librito de Atxaga sobre la vida y las letras y el orden, el azar y los fantasmas y la literatura, que mi vida se llena de una casualidad alfabética sin par. Y que posiblemente siempre ha sido así. Me llamo Alvi y soy de Bilbao. El lunes, al comienzo de la semana, tenía una conferencia con un cuentista, el autor llamado Bernardo Atxaga, en California. A, B, C. Y yo, que no estaba en Bilbao, sino en Boston en otra conferencia, buscaba en el alfabeto y su orden acertar con alguna pregunta de Alvi para Atxaga. Y así me encuentro con la A de Alvi, sentado en un avión, que asume el asunto de buscar para la A de Atxaga unas preguntas que hacer al autor al día siguiente en la conferencia a la que no deseo sino asistir con avidez intelectual desde hace unas semanas. Buscar esas preguntas me lleva a la B de Bernardo, desde el vuelo de Boston, de Alvi que es de Bilbao, de donde más o menos procede el Bernardo que salió de la aldea materna para estudiar en la C de la ciudad. En fin, podría continuar este alfabeto hasta su final, pero decidí empezar otro para no volverme loco, con la serie de preguntas que podrían hacérsele a Bernardo Atxaga, y que finalmente, casualidad, no pudo ser en el día de la conferencia. En las nubes, Alvi aspira aire y acomete una broma alfabética, que Atxaga ni siquiera barrunta tal día como hoy.

Entrevista letrada y analfabética a Bernardo Atxaga

A menudo convoco a todas las letras para organizar un poco lo que tengo que escribir, y es que siempre me vuelven loco, maldito alfabeto. Hoy además están emocionadísimas porque quiero que me ayuden a preparar unas preguntas para el escritor Bernardo Atxaga, y todas creen que su pregunta va a ser la mejor, aunque yo les digo que él las quiere a todas. Les indico que deben pensar en qué puede ser lo más importante para un autor como él, y hoy las veo que todas quieren figurar, pero yo les insisto en que den respetar y guardar su orden, que es el alfabético, claro. a la A le parece adecuado, pero la I me insiste en que es injusto, la S me quiere sobornar, y la Z se me pone zalamera para intentar cambiarse de zona. ¡Basta! digo, y la B se sonríe bastándose en su bizarría. En fin, digo, adelante. Ánimo. ¡Aupa, A!

-A de Atxaga...-admite la A

-B de Bernardo... -barrunta la B.

-¿Por qué se llama Bernardo Atxaga el cuentista? -preguntan ambas a la vez.

-¡Caramba con esa cuestión! -cacarea la C-. Cambiémosla: ¿Cuál es la clave de un cuento?

-... Defínalo -dice la D. Defina el cuento.

-Si puede -propone la P pretenciosa, predispuesta y precipitada como le es propio.

-Ehhh... -empieza la E.

-¿Fatalidad o felicidad? -interrumpe la F con facilidad-. ¿Qué ofrece la escritura?

-¿Ycuánto tiene de experiencia esa escritura? -se entromete la E, muy entendida ella y expectante ante su enunciación.

-No -niega la N. Esa no es la pregunta.

-¿Qué se gana con un cuento? -grita entonces la G, golosa por ganarse un grado con su genialidad.

-No -niega la N. Nada de eso es una pregunta normal.

-Humildad, humanidad... -añade la H hurgando en cierta hermandad de ideas-. ¿Hay humildad, hay humanidad en la escritura, en el escritor?

-Que no -niega la N.

-¿Cuál es la herramienta del escritor? -hace la H otra pregunta.

-Yo soy la más indicada para iluminar estos intentos -incide la I-. Lo más importante es la imaginación y la idea de un imaginario. ¿Intuyo bien? -se interroga la I.

-No- niega la N de nuevo.

-Jua, jua, jua... -jalea la J- no jodan con tanta enjundia, vaya un jolgorio es este. Jamás se imagina sin jugar: jolastu, pues. ¿Juega Bernardo Atxaga? ¿Le gusta jugar y cómo?

-Que no -niega la N.

-Kilos y kilómetros de conocimiento, eso es lo que necesita un cuentista, ¿sí o no?

-... - a la N no le dan tiempo a decir no, porque la L se lanza:

-¡La lectura! Lo que el autor lee... ¿qué lee más Bernardo Atxaga como escritor?

-¿Y los manuales? ¿Hay un manual básico para escribir? ¿Qué maneja Bernardo Atxaga para menearnos a nosotras?

-Nada de todo eso -nuevamente la N.

-Eso son ñoñerías -añade la Ñ.

-O sea... -observa la O obviando las observaciones- ¡Un poco de orden! ¿es ordenado Bernardo Atxaga? ¿cuál es el orden para pensar y escribir un cuento? ¡En la organización está el obstáculo que superar para obtener éxito!

-No -niega la N.

-Están perdidas por su pasión -propugna la P prepotente-. Yo sí sé, y puedo preguntar. Piensen un poco, y partamos del pensamiento... el pensamiento es profundo y produce un parto provocador... ¿cómo se piensa un cuento?

-¡Qué dices, querida! -la quintaesencia está en querer... -quiere decir la Q.

-Eso se llama voluntad -evidencia la V.

-¡Rediez! ¡Resabida!-reprocha la R.

-¡No es tu turno! -trona la T tajante.

-Quizá... -quiere decir la Q.

-No -niega la N por enésima vez.

-... la quintaesencia está en quién es el autor. -concluye la Q-. ¿Quién es el autor de los llobros de Bernardo Atxaga?

-Sí, que responda a esa pregunta -reincide la R.

-La solución de todo lo susodicho está en saber sobre la soledad del escritor. Yo me siento siempre sola. ¿Se siente solo Bernardo Atxaga al escribir?

-No -niega la N.

-¿Y cuánto trabajo toma o tiempo tarda en tramar y tergiversar y tratar el tejido textual de un texto todo? -al fin termina la T, como tartamudeando el idioma.

-Uy, uy, uy... uyamos de los aspirantes a tonadillaeros.

-¡Orden! -ordena la O. - ¡Olvidan la ortografía!

-Esto huele a humillación, huelga decirlo -hace el comentario la H.

-U otra cosa... -la O amenaza a la U.

-U os calláis, u obvio mi pregunta -

-No, hombre, no -niega la N, tan positiva ahora en su habitual negatividad. -Nada de eso.

-Adelante, dice la A de Atxaga.

-Usted, usía, ¿cuánto hay, con hache, de usurpador en Bernardo Atxaga?

-Vamos, eso es vituperarlo de ser un vivo de las letras -valora la V. -Vayamos mejor a ver cómo es la voluntad en el escritor. ¿Qué tipo de voluntad necesita el escritor? ¿O es en verdad un voluble vivaracho?

-Y una última pregunta -interrumpe la Y, cediendo paso a la Z, que dice:

-¡Zapatillas! -todo el abecedario la mira azorado, cuando la Z grita feliz, porque la Z siempre disfruta al final-: ¿escribe Bernardo Atxaga en zapatillas de casa?

En fin, además de iletradas, son intratables e incorregibles estas letras mías.

Días de los cuentos raros


Hace unos días terminé la lectura de este libro extraño y familiar al mismo tiempo, Cuentos de los días raros. Familiar porque la cuentística de José María Merino me resulta de una naturalidad entrañable, donde lo fantástico a veces roza el encanto de lo cotidiano, y no exenta de cierta inegenuidad a veces, pero siempre al tanto de una ternura irónica suave y profundamente humana. Merino, que gusta recorrer los vericuetos de la memoria y la fantasía, a veces los de la relación entre ambas, nos llega con sencillez al fondo de nuestra vida oculta, aquella que no respeta las normas estrictas de una lógica consabida y acordada, parámetros de nuestra existencia cotidiana. En sus resquicios aparecen esos días raros, por qué no decirlo. Como el profesor universitario experto en semántica que se enamora perdidamente de un programa de inteligencia artificial hasta el punto de esperar un aprendizaje sentimental del mismo, hasta la misteriosa casa de la felicidad que escapa furtivamente de un solar para aparecer a la mañana siguiente en otro, antes que dejarse ser derribada por el ayuntamiento, hay una infinidad de hechos y actitudes inexplicables que curiosamente explican nuestras más profundas fes, nuestras realidades esperadas, deseadas. Una alumna mía detallaba hace poco el comienzo de uno de esos días raros, en el raro lenguaje que es una segunda lengua que apenas se empieza a aprender. Despertar, uno abre los ojos, y repentinamente todo parece distinto aunque el desayuno parezca el mismo. La observación nos deja perplejos, porque es la puerta de la rareza, y asistimos como espectadores -y en esta ocasión sin aparente esfuerzo, con la admiración de quien se ve flotando ante las imágenes- de la vida ante lo insospechado. Porque un viejo con pantalones rosas a las ocho de la mañana en los jardines del campus de una universidad del centro de California resulta, cuando menos, sospechoso. Tan sutilmente, tierna e irónicamente sospechoso que resultaría ridículo avisar al FBI. Y entonces la realidad se vuelve sutilmente sospechosa y digna de contarse, de compartirse. Es lo que le lleva a Merino a su libro, para disfrute visual de sus lectores, que asisten embobados y adormecidos a las transformaciones de la realidad, si tenemos la virtud de permitirlo. Por eso también hay días de los cuentos raros, aquellos en que oyes cosas increíbles por inverosímiles, donde la casualidad se reúne en sospechosa sintonía con la causalidad en la que confiamos ciegamente.

No sé si a raíz de todo esto, he tenido, de hecho, unos días raros, en los que no sé muy bien por qué, decidí dejar de comer carne, pero decidí hacerlo progresivamente, porque el vegetarianismo radical no ha sido nunca para mí una convicción desde ningún punto de vista. Un buen día, en el desayuno (que por cierto era normal, el de siempre, con leche y cereales), pensé que quizás no me apetecía comer más animales. Y así pacté mentalmente que dejaba el pollo. No ha sido difícil, de hecho nunca me ha gustado el pollo demasiado. Al día siguiente decidí dejar de comer caracoles, que por cierto sólo los probé en una ocasión que ya ni siquiera recuerdo bien. Después, he probado a dejar las serpientes, que no recuerdo haber comido en mi vida. Y luego, los alacranes en su tinta, las ancas de rana y las hormigas. Desde luego, descubro con natural asombro una inmensa cantidad de animales que estoy decidiendo no comer, y me encuentro francamente satisfecho, ha mejorado mi ánimo y mi salud notablemente. Una amiga me dice que no es justo ni es normal lo que hago -¿o cómo lo hago?-, pero, al fin y al cabo, el Arca de Noé fue una gran nevera de abastos que yo he decidido sin razón aparente o sistemática ir respetando, una a una. ¿Un plan divino? La verdad, si puede decirse, es que yo tampoco entiendo muy bien el fondo de lo que hago, ni me importa, y díganme ustedes si ven algún error de lógica en ello; además, me siento tan bien. Hoy me he prometido respetar la carne de tigre. En fin, esto me pasa últimamente, y cuando se lo cuento a mis colegas, creo que piensan en las leyendas urbanas -tan increíblemente verosímiles-, sonríen, y me dicen, bonita historia. Podrías hacer un bonito cuento con ello, sencillo pero bonito.

Las historias, contadas desde la memoria de la experiencia, o de la imagen leída, parecen destinadas a aposentarse y repatriarse finalmente en los libros, en los soportes para sueños e imágenes de lo irreal. Y así creemos atraparlas en su sorpresa irreverente para restituir nuestros días normales, volverlas inocuas contra la norma de la realidad, como aquellas gentes del espejo conjuradas por el Emperador Amarillo. Pero deberíamos reflexionar y reconocer también que, por mucho que uno cierre un libro, la historia, el cuento raro -y quién sabe cómo, quizás transformándose-, sigue dentro, agazapado y esperando felinamente que alguien abra de nuevo esa caja de Pandora. Para que encima, vaya luego, y lo cuente.

Hoy vi una ardilla gordísima, me pregunto qué habrá comido. Y qué comeré yo hoy. En fin, ¿qué otras cosas voy a ver hoy?

El ojo que todo lo ve


"El ojo que ves no es,
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve."
(A. Machado)

Comienza la función. Comienza el día. Abre los ojos. Tu mirada encuentra las primeras luces, tenues resplandores que dan forma a las cosas, mientras a tu alrededor sientes la pereza de las cosas. Hay que desperezarse, barrer las calles aun desiertas, lavarse hasta poder enfocar con los ojos las primeras flores que asoman por la ventana. Y comienza el viaje, ¡todo lo que hay que ver! Ya despierta la ciudad y las máquinas se alinean para transportar a toda la multitud, que recorre las calles en un caos de perfecta organización, buscando la misión de hoy, aquello que ofrece la continuidad entre el ayer y el mañana. Giren manivelas, en marcha un nuevo día, la vida es pura máquina ciné(ma)tica, puro iniciar movimientos que inundan los sentidos de fragante actividad, la entrada en las fábricas, los tranvías por las avenidas, el engranaje urbano en plena actividad. Y todo lo estoy viendo, cada repetición, cada esquema diario en el quehacer cotidiano, y todo queda en mi mente como visto a través de un objetivo. Y va pasando el día, con sus encuentros y sus desencuentros, con la inevitabilidad de la vida, todo a un tiempo, ahora un matrimonio y después un divorcio, unos viven mientras otros mueren, mientras unos sufren otros se felicitan por u nacimiento, los tranvías van y vienen, los ascensores suben y bajan. Todo lo veo, todo queda en mí. Es el ritmo de la vida, la percusión de las mecnógrafas, el batir de un rizarse las pestañas, el picar de los obreros, las teclas de un piano, y los engranjes ruedan y ruedan, el mundo se mueve en círculo. Y llega la tarde, un instante para el ocio y el juego, rítmico y circular como la carrera de un caballo, el ejercicio de los atletas, los pasos de una bailarina, el girar de un tiovivo o las ruedas de un ciclomotor. La deceleración apenas llega con unas cervezas o los movimientos de un juego de ajedrez, movimiento a movimiento se juega uno la tarde, es el ritmo de la diversión percutiendo con unos cubiertos sobre la tapadera metálica de una cazuela recién lavada, o lo mismo las teclas de un piano, el movimiento acompasado de un ballet. Y todos somos espectadores de todos, unos de otros. Mi ojo todo lo ve, y tú lo puedes ver conmigo, percibiendo tras cada parpadeo una imagen nueva y distinta, que repite y se superpone sin embargo al esquema de la anterior, ojo dentro del ojo, espectadores de nuestra propio dinamismo. Somos y no somos nosotros. Nuestra vida en un puñado de imágenes expuestas, fragmentos de pulso, vistas por el filtro del ojo ajeno.  Es el hombre con la cámara. Parpadeo, luces, figuras, movimiento, esquema. Telón.

Fin de función. Anochece. Cierra los ojos. Tu mirada rememora la película de toda una vida en una sola hora, en apenas un minuto, en un segundo de superposiciones. Ahora comienza la función.